‘Lo mejor es enemigo de lo bueno’; ya lo sentenció Sigmund Freud. No con poca frecuencia nos encontramos con personas (o somos nosotros mismos) que sufren intentando llegar a un ideal de perfección, que como ideal es inalcanzable y, como tantos ideales, se puede convertir en una fuente de frustración más que en un impulsor de la conducta.
Es innegable que el desarrollo personal, en cualquiera de los campos que uno se pueda imaginar de su propia vida, es positivo y enriquecedor. Ponerse cada día una meta un poco más elevada nos lleva a escalar grandes cimas, pero no pocos se quedan agotados en el intento o que bien, aun llegando a la cima, no se encuentran satisfechos. Porque el sentimiento de haber hecho algo ‘perfecto’ es tan efímero que se necesita más…
Es imposible ser el mejor, por mucho que estemos acostumbrados a vivir en un sociedad que pone notas y hace rankings. Ser el mejor, sigue siendo algo relativo y cambiable, dependiente de los ojos de quien lo mira o de quien lo evalúe. Del mismo modo, lo es el ser perfecto/a. Es de las primeras lecciones que aprendes en filosofía y con Platón: el círculo perfecto solo existe en el mundo de las ideas, en nuestra cabeza. Pero por el motivo que sea nos negamos a ello y seguimos enfrascados en una batalla perdida.
Detrás de esta búsqueda infinita se encuentra la desagradable sensación de no ser ‘suficientemente bueno’. Y claro, si uno no es suficientemente bueno, ¿quién me va querer? Esta necesidad de aprobación de los demás, esta necesidad de admiración de los demás, de TODOS los demás, es nuestra mayor cadena. Porque es imposible que todo el mundo te admire (y todavía más imposible es que todo el mundo te lo haga saber).
Fue gracias a una querida compañera de la universidad que yo me inicié en una cruzada personal de amor, a veces tolerancia, a mi propia imperfección y a la ajena (no sé que es más complicado). Mi amiga Susana siempre iba con las uñas desconchadas. A mi me llamaba la atención porque yo había aprendido desde bien pequeñita que eso era de ‘descuidada’ (por decir algo políticamente correcto). Así que un día le pregunte; Susí, ¿por qué nunca te he visto con las uñas bien pintadas?. Ella me contestó, guiñándome un ojo: ‘La imperfección es bella’ y siguió a lo suyo.
Yo os animo a tolerar (o querer, si sois amantes de las emociones fuertes) más todas vuestras imperfecciones y todas vuestras limitaciones. Probar a ver cómo os sentís. Desde ahí, es todo mucho más fácil. Y desde ahí el camino hacia nuestros proyectos, sean cuáles sean, se disfruta mucho más.